"Los Cafés literarios, como el Gran Café de Gijón, constituyen algo más que un café tradicional. Son instituciones culturales, símbolos de la ciudad que les alberga, son repúblicas de sueños para los artistas, los creadores, para los intelectuales."
Así empiezan a narrar en su web www.cafegijon.com la historia de este emblemático lugar en Madrid que atrae tanto a turistas como a gente de meñique en alto, y a escritores hipsters con aires de bohemio, aunque nosotras no somos de ésas (por supuestísimo).
El Café Gijón no lo conocía no demasiado, más por la parte que atañe a Baroja, uno de mis escritores favoritos, y como interés turístico. Situado en pleno centro del Paseo de Recoletos, es inevitable evitarlo. Había pasado numerosas veces por su puerta, me había quedado mirando a través de los cristales a sus camareros perfectamente uniformados, y a las pieles y joyas de algunas ancianas que devoraban un chocolate con churros.
Mi amiga me propuso ir a escribir allí, yo que no conozco mayor inspiración que un buen café infinito. Buena compañía y escribir donde mi autor favorito había escrito hace ¿casi? un siglo me convencieron de inmediato. Además que siempre estoy dispuesta a descubrir algún rincón pendiente de Madrid.
Pues bien, con mis diez minutos habituales de retraso, mi amiga estaba sentada ya en el interior. Las paredes en madera oscura y los asientos de madera también, con bancos corridos tapizados en rojo, más las lámparas redondas, transportan atrás en el tiempo tal cual entras. Estoy a punto de alcanzar la mesa de mi amiga cuando me intercepta un camarero que sin apenas mirarme me espeta que debo esperar detrás de aquella mesa. Con mi sonrisa más cínica le indico que me esperan en esa otra mesa, y paso de largo. Mal empezamos.
El ambiente sin embargo me gusta, la gente no grita, incluso los niños que son los que más se oyen, no se mueven de sus mesas. En parte quizá porque con tal de aprovechar el espacio apenas hay aire entre las mesas. Pero poder entrar en una cafetería, tan amplia como ésta, y no tener que gritar para conversar con el que tienes al lado, se agradece hoy en día.
Llega la hora de pedir, y sin mirar la carta pido mi café con leche habitual para escribir. Primer detalle, no hay enchufes, menos mal que mi portátil es nuevo y aguanta como un campeón toda la tarde. Los asientos no es que sean lo más cómodo, pero cuando me traen el café me importa el resto bien poco. Si no me ganan con el café, apaga y vámonos. Eso sí, ojo, lo sirven bien caliente, menos mal que no me importa y hasta lo agradezco porque quiero que dure. No he visto los precios pero como sitio turístico e histórico que es, barato precisamente no esperaba que fuera.
El café resulta muy bueno, y se agota antes de que haya podido escribir una palabra, así que me atrevo a coger la carta. Tartas a 6€ (queso, zanahoria, de Santiago, chocolate y menta... Hasta tienen brownie), confirmadas por el camarero como caseras, a ese precio más les vale. Nuestra sorpresa es cuando al pedir la de queso nos traen casi un cuarto de tarta ¡a cada una! Y riquísima, en mi próxima visita la de zanahoria cae fijo.
El cappuccino me comenta mi amiga que está bastante bien, y en la segunda ronda, otro café con leche para mí y un irlandés para la valiente, el irlandés resulta ser tan irlandés que mi amiga casi empieza a hablar en inglés raro y a ver Leprechauns por la cafetería. Bien servido de whisky, vamos. Me da a probar y efectivamente no exagera.
Precio final, casi 35€. Pero no se puede esperar mejor precio de un sitio así. Volveré, eso seguro, pero en alguna ocasión especial.
Foto cortesía de YeliNails https://www.facebook.com/yelinails.manicura/ |
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